domingo, 27 de septiembre de 2015

La España árabe: los arabismos del español



Los arabismos de nuestra lengua son testimonio duradero de esta convivencia de siglos. La abundancia, por ejemplo, de voces de origen árabe relativas a horticultura, jardinería y obras de riego significa que la población mozárabe, y luego la población toda de la península, se compenetró de esta cultura agraria y doméstica, de ese amor al agua que los árabes, como hijos que eran del desierto, parecían llevar en el alma.

       Los cuatro mil arabismos de nuestra lengua tienen su razón de ser: corresponden a cuatro mil objetos o conceptos cuya adopción era inevitable. De manera “fatal”, el añil, el carmesí, el escarlata y hasta el azul vienen del árabe. Un caso típico: la terminología de la hechura del barco se tomó básicamente de los moros. Y un caso extremo: las palabras almaizal y acetre, que designan objetos propios de la liturgia católica, ¡son arabismos! Si no existieran tantas espléndidas muestras de la cerámica musulmana medieval, bastaría el vocabulario referente a alfarería (comenzando con la palabra misma alfarero) para saber que los cristianos españoles admiraron y aprendieron ese arte de los árabes.
       Pero los árabes fueron también horticultores, molineros, carpinteros, alfayates (‘sastres’), panaderos, cocineros (y agrónomos), marineros, pescadores, agricultores, grandes constructores y decoradores, albéitares (‘veterinarios’), alatares (‘perfumistas’), tejedores de telas y alfombras. En capítulos como estos puede dividirse el estudio lingüístico de los arabismos, lo cual equivale a conocer capítulos enteros de la historia cultural de España. De España y de buena parte del mundo.
       Entre los arabismos hay meras golosinas (almíbar, alcorza, alajú, alfajor, alfeñique…) y pequeñeces frívolas como el aladar (‘mechón de pelo’) o importantes como el alfiler. Pero siempre se ha dado un lugar prominente a “las grandes palabras”, las que se refieren al pensamiento matemático y a la especulación científica. Al pensamiento matemático pertenecen, por ejemplo, las palabras cero, cifra, algoritmo y guarismo, y la palabra álgebra. Los árabes hicieron que toda Europa abandonara la numeración, tan incómoda para sumar, restar, multiplicar y dividir. Introdujeron el concepto de ‘cero’, que no existía en la tradición grecorromana, y enseñaron un método totalmente nuevo de ‘reducción’, que eso es el álgebra. Con el pensamiento matemático se relaciona la palabra ajedrez (y sus alfiles, y sus jaques y mates): los árabes fueron quienes introdujeron en Europa este endiablado juego.
       A la especulación científica se refieren las palabras cenit, nadir y acimut, y también la palabra alquimia (con sus redomas, sus alambiques, sus alquitaras): los árabes fueron grandes astrónomos; y si alguien cree que la alquimia no significa gran cosa, es que no sabe la importancia que en la historia de la ciencia tuvo la piedra filosofal, ese ‘iksîr –de donde viene elíxir– que los árabes enseñaron, no a hallar, sino a buscar. Y además, también las palabras alcanfor, antícar, azogue, almagre, alumbre, álcali y alcohol son arabismos.
       Veamos algo más de cerca unas cuantas zonas de esa cultura hispano-árabe a través de sus manifestaciones léxicas:

Jardinería y horticultura: árboles y arbustos como el arrayán, la adelfa, el alerce, el acebuche; plantas y flores como la alhucema, la albahaca,  el alhelí, el azahar, el jazmín, la azucena y  la amapola; también  el arriate; frutas  como  el albaricoque,  el albérchigo,  el alfónsigo (pistache), el alficoz (cierto pepino), la sandía, el limón, la naranja, la toronja y la albacora (cierta breva), y tipos especiales de frutas, como el higo jaharí, la manzana jabí y la granada zafarí.

Agricultura: testimonio de la excelencia de los moros en las técnicas agrícolas son voces como alquería, almunia, almáciga, cahiz y fanega. Algunos de estos arabismos se refieren a las obras de riego: la atarjea, la acequia, el aljibe, la noria, el arcaduz, la zanja, el azud, la alberca; otros dan fe del gran número de cultivos que los moros introdujeron: la alfalfa, el algodón, el arroz, la caña de azúcar, el azafrán, el ajonjolí, la acelga, la acerola, la alubia, la celebradísima berenjena, la chirivía, la zanahoria, la algarroba y la alcachofa (y tipos especiales de alcachofa, como el alcaucil y la alcanería).

Economía y comercio: ceca ‘casa de moneda’ (y monedas como el cequí y la maravedí), almacén, alcaicería ‘bazar’, atijara ‘comercio’, albalá ‘cédula de pago’, almoneda, dársena, alhóndiga, alcancía, almojarife, alcabala, aduana, tarifa y arancel; pesas y medidas: azumbre, arrelde, alqueire, celemín, adarme, quilate, quintal, arroba.

Arquitectura y mobiliario: alarife ‘arquitecto’, albañil; adobe y azulejo; zaquizamí ‘artesonado’ (y luego ‘desván’); tabique y alcoba; alféizar y ajimez; albañal y alcantarilla; azotea, zaguán y aldaba. La palabra ajuar es árabe, y entre las piezas del ajuar se cuentan el azafate, la jofaina y la almofía, la almohada y el almadraque ‘colchón para sentarse en el suelo’, la alfombra, la alcafita ‘alfombra fina’, la almozalla (otra especie de alfombra), el alifate ‘colcha’ y el alhamar ‘tapiz’. (Vale la pena observar que, hasta entrado el siglo XVII, en los “estrados” de las casas hispánicas había pocas sillas, y en cambio toda clase de cojines, almohadones y tapetes, como en tiempo de la morería).

Vestimenta y lujo: telas como el tunecí y el bocací; prendas como la almejía ‘túnica’, el albornoz, el alquicel ‘capa’, la aljuba o jubón, el gabán, los zaragüelles ‘calzones’, las alpargatas, los alcorques ‘sandalias de suela de corcho’; la albanega, el ciclatón y la alcandora eran prendas femeninas; la cenefa y el alamar, adornos del vestido. Entre los arabismos hay también nombres de perfumes y afeites, como el almizcle, la algalia, el benjuí, el talco, el solimán, el alcandor y el albayalde, y de joyas y piedras preciosas , como la ajorca, la arracada, el aljófar ‘perlas pequeñas’, la alaqueca ‘cornalina’ –y las alhajas en general.

Música y regocijo: al lado de instrumentos como el adufe, el rabel, el laúd, la guzla, el albogue (y el albogón), la ajabeba, el añafil y el tambor, las manifestaciones ruidosas del alegría: la algazara, la albórbola o albuérbola, la alharaca, el alborozo, las albricias. (La palabra algarabía, que hoy puede sugerir también griterío animado, como de niños o de pájaros, fue originalmente ‘la lengua árabe’; su contraparte era la aljamía).

“Arte” militar: la alcazaba ‘ciudadela’, el alcázar, la rábida, el adarve, la almena y la atalaya; el alarde, la algara, el rebato y la zaga ‘retaguardia’; el almirante, el adalid, la algara, el arráez ‘caudillo o capitán’, el almocadén ‘jefe de tropa’, el alcaide y el alférez; la adarga, la aljaba y el alfanje; también hazaña parece ser arabismo.
       (En cierto momento Don Quijote le da a Sancho Panza una leccioncita sobre arabismos: “Este nombre albogues –le dice– es morisco, como lo son todos aquellos  que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a saber almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía y otros semejantes, que deben ser pocos más”. Don Quijote está aquí algo distraído: en primer lugar, alba y alma, y otras muchas palabras que comienzan con al- no son ciertamente moriscas, y en segundo lugar, como puede comprobarse con sólo pasar los ojos por las incompletísimas listas anteriores, los arabismos con al- no son “pocos más”, sino una cantidad enorme. Ese al- es el artículo árabe, que en los arabismos ha quedado incorporado al resto de la palabra. Por lo demás, el artículo está asimismo en palabras como acequia, adelfa, ajonjolí, arrayán, atarjea y azahar, aunque reducido a a- por efecto de la consonante que sigue. Las palabras jubón y aljuba significan lo mismo, como también los topónimos Medina y Almedina. Se dice “el Corán”, pero puede decirse igualmente “el Alcorán”, y alárabe era sinónimo de árabe).

       Gran parte de esto –observan algunos– no se originó en la cultura islámica. Muy cierto. Pero ahí radica justamente la peculiar “originalidad” de esa cultura. Los árabes, que dejaron muladíes devotos dondequiera que estuvieron –desde España, Portugal y Marruecos hasta el lejano Oriente, pasando por Sicilia, los Balcanes, Egipto (y grandes zonas del sur de Egipto), el Levante mediterráneo, Mesopotamia, Persia y la India–, dondequiera adoptaron también las cosas que hallaron buenas. Muchos de los arabismos, y entre ellos los “grandes” arabismos cuentan sintéticamente esa historia. A menudo, en efecto, las palabras de donde proceden no son originalmente árabes, sino adaptaciones de voces de las gentes con quienes los árabes tuvieron trato. El más prestigioso de esos países es Grecia. El papel de adaptadores y transmisores que desempeñaron los árabes en cuanto al saber helénico, comenzando con varias de las obras de Aristóteles, se reflejaba en palabras como adarme, del griego drachmé, o adelfa, del griego daphne, o albéitar, donde hace falta cierto esfuerzo para reconocer el griego hippiatros ‘médico de caballos’. Hay así arabismos procedentes, no digamos ya de Marruecos, de Egipto o de Siria, sino de Persia, la India, Bengala y más allá. El cero y el ajedrez, por ejemplo, nos llevan a la India; la naranja y el jazmín, a Persia; el benjuí a Sumatra, de donde los árabes traían ese incienso aromático, y en la palabra aceituní está encerrada no la aceituna, sino la remota ciudad china Tseu-thung, donde se fabricaba ese raso o seda satinada. En el caso de España, por una especie de paradoja, abundan particularmente los arabismos procedentes ¡del latín! Las palabras latinas castrum, thunnus y (malum) pérsicum (‘manzana de Persia), para poner tres ejemplos sencillos, no habrían dado origen a alcázar, atún y albérchigo, respectivamente, si no hubiera sido porque pertenecieron al habla familiar de los moros.
       Algunos arabismos nunca fueron populares, desde luego, tal como ahora no es popular buena parte del vocabulario científico o técnico, o del que emplean las clases sociales refinadas. La palabra almanaque fue y sigue siendo popular; cenit, nadir y acimut son bien conocidas, pero alcora ‘esfera celeste’ no figura sino en uno de los libros técnicos de Alfonso el Sabio. Así también, arracada sigue siendo popular, mientras que la palabra alhaite ‘sartal de diversas piedras preciosas’ no está documentada sino en dos testamentos de reyes. Los arabismos alcora y alhaite son puramente históricos. También han pasado ya a la historia no pocos arabismos que fueron usados normalmente por toda la gente. Algunos desaparecieron porque las cosas mismas desaparecieron.

       Salvo   muy  contadas  excepciones   –los  moros latiníes, las  granadas zafaríes, etc.–, los arabismos hasta aquí mencionados son sustantivos. De igual manera, son sustantivos, en su gran mayoría, los nahualismos del español de México. Es lo normal en toda historia de “préstamos” lingüísticos. Tanto más interesante resulta, por ello, el caso de los adjetivos y de los verbos tomados directamente del árabe (directamente: sin contar algebraico, alcohólico, etc., ni alfombrar, alambicar, etc., sin contar tampoco azul, escarlata, etc., pues los nombres de colores lo mismo pueden ser sustantivo que adjetivos). He aquí los únicos que recoge Rafael Lepesa*:

Adjetivos:
1) baldío significó ‘inútil’, ‘sin valor’ y de ahí ‘ocioso’;
2) rahez significó originalmente ‘barato’, y pasó a ‘vil, despreciable’;
3) baladí es hoy sinónimo del galicismo banal; el significado primario puede verse en las “doblas baladíes” acuñadas por los reyes moros cristianos, pero muy inferiores en este caso, ‘de segunda clase’;
4) jarifo era, por el contrario, ‘de primera clase’, ‘noble’, y vino a significar ‘vistoso’, ‘gallardo’;
5) zahareño, que significa ‘arisco’, era el halcón nacido en libertad (en los riscos), apresado y adulto, difícil de domesticar, pero estimado por su bravura;
6) gandul, que hoy significa ‘vago’ y ‘bueno para nada’, no era originalmente adjetivo sino sustantivo, y además significaba muy otra cosa: Alfonso de Palencia, en su Vocabulario de 1490 (poco anterior a la toma de Granada), dice  que gandul es “garçcón  que  quiere casar [que  está  en  edad  de casarse, pero  es  soltero], barragán  valiente, allegado  en  vando, rofián”; o sea: muchacho  arrojado,  de  armas  tomar –barragán es elogioso–, amigo de formar pandilla con otros de su edad y condición; no muchos años después, los españoles se topaban aquí y allá, en tierras de América, con grupos de indios jóvenes, fuertes, belicosos, y apropiadamente los llamaron “indios gandules”;
7) horro significaba ‘de condición libre’, ‘no sujeto a obligaciones’; “esclavo horro” era el emancipado;
8) mezquino era el ‘indigente’, el ‘desnudo’ (con matiz compasivo), pero acabó por significar (con otro matiz) ‘miserable’, ‘avaro’.
       Algo en común tienen estos ocho adjetivos: todos ellos son enérgicamente valorativos.

Verbos:
1) recamar era ‘tejer rayas en un paño’ (se entiende que era un quehacer muy especializado;
2) acicalar era ‘pulir’;
3) halagar era también ‘pulir’, ‘alisar’.
       Los tres verbos se referían, pues, al acabado perfecto de una obra de artesanía; pero halagar se trasladó por completo a la esfera normal: ‘tratar a alguien con delicadeza, con cariño’ (alisarle el cabello) y de ahí, por corrupción, ‘adular’, ‘engatusar’. (Se puede añadir un cuarto verbo, el arcaico margomar, sinónimo de recamar).

       También proceden del árabe los pronombres indefinidos fulano y mengano, la expresión de balde o en balde (del mismo origen que baldío), la partícula demostrativa he de “he aquí”, “he allí”, el importantísimo nexo sintáctico hasta (cada vez que decimos “desde… hasta” hacemos funcionar una estructura gramatical “mestiza”), y algunas interjecciones, como el arcaico ¡ya!, muy frecuente en el Poema del Cid (se puede “traducir”, por ¡oh!), y sobre todo el frecuentísimo ¡ojalá! (‘¡tal sea la voluntad de Alá!’), que en la Europa renacentista pudo prestarse al chiste de que los españoles adoraban al Dios islámico.
       No menos interesantes son los arabismos “semánticos”, los que no pasaron al español con su materia lingüística, sino sólo con su espíritu. La costumbre de decir, por ejemplo, “si Dios quiere”, o “que Dios te empare”, o “don Alonso, a quien Dios guarde”, o “bendita la madre que te parió”, es herencia de los árabes.
       En cambio, la influencia del árabe en la morfología de nuestra lengua es muy tenue: el único caso seguro es el sufijo -í de marroquí, alfonsí, sefaradí, etcétera. En cuando a la pronunciación, la huella de árabe es nula. A finales del siglo XV, Nebrija creía que tres sonidos del español, la h de herir (jerir), la x de dexar (dehesar) y la ç de fuerça (fuertsa), sonidos inexistentes en latín, eran herencia de los moros, y en nuestros días todavía se oye decir que la j española de ajo y de juerga, inexistente en francés y en italiano, se nos pegó del árabe. No es verdad. A esos cuatro sonidos se llegó por una evolución plenamente romántica, y su parecido con otros tantos fonemas árabes es mera coincidencia. Todos los arabismos de nuestra lengua se pronunciaron con fonética hispánica.
Antonio Alatorre

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*Historia de la lengua española (1941).

En Los 1001 años de la lengua española, Fondo de Cultura Económica, México, 2002.

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